viernes, 7 de diciembre de 2007

Tal como éramos


En realidad no hemos cambiado tanto. Las que crecimos en los setenta devorando las aventuras de Esther y demorándonos en cada viñeta para observar con una atención minuciosa sus bufandas larguísimas y sus jerséis de rayas, esperábamos a cada instante que sucediera algo extraordinario que acabara con la monotonía y la exasperante lentitud de nuestra existencia, y soñábamos despiertas como lo hacía la misma Esther. Es cierto que ahora no tenemos tiempo para nada y que nos gustaría que el día durara unas cuantas horas más. Ya compartimos piso con nuestro Juanito particular o, de lo contrario, le hemos olvidado para siempre, y además hemos cambiado los deberes del cole por la obligación de llegar sanas y salvas a fin de mes haciendo tai-chi y viendo Sexo en Nueva York. Pero, aunque las formas hayan variado, en el fondo seguimos igual: continuamos pensando que en cualquier momento puede ocurrir algo fascinante.

Hasta hace poco, antes de que Glénat tuviera la idea de recuperar el trabajo de Purita Campos, yo pensaba que era la única (o de las pocas) que había tenido una infancia más bien sosa, con veranos eternos en un apartamento de Benidorm que salvaba leyendo tebeos (entonces no hablábamos de cómics ni de novelas gráficas ni de álbumes, sino de tebeos). Pero bastó con mencionar como sin querer el nombre de Esther en una cena con escritoras y editoras de mi edad para comprender que todas habíamos tenido una niñez parecida y que todas habíamos hecho más o menos lo mismo: con nuestras largas melenas y nuestros bocadillos de nocilla en ristre, venerábamos las aventuras de esta chica tímida y llena de contradicciones. Nacimos en una época extraña, y al crecer fuimos asimilando a conciencia la filosofía del esfuerzo. Aprendimos a tomarnos todo muy en serio sin dejar de sonreír, y ahora hemos convertido a la despierta, inconformista y encantadora Esther en todo un símbolo de lo que fuimos o, mejor, de lo que quisimos ser.
(Yo Dona. 17-11-07)