jueves, 20 de noviembre de 2014

Ayer en Zaragoza

Todo fue una delicia ayer en Zaragoza: volver a ver a mi querida Julia Duce y a los libreros de Los portadores de sueños, Eva y Félix, a quienes nunca podré agradecer lo suficiente toda su amabilidad y su cariño, y el encuentro con Luisa Miñana, que se convirtió en una de las mejores experiencias del año. Su conversación (antes, durante y después de la presentación del libro) fue entusiasta, inteligente y alentadora, y la lectura que hizo de Mente animal no pudo ser más generosa.


Hablamos de poesía, de creación, de la ferocidad y oscuridad de la naturaleza, y de otras poetas, entre ellas, Jorie Graham y su poemario Rompiente, que Luisa me recomendó y que leeré en breve. Ella utilizó el término «ecopoesía» (con toda la prevención que provocan siempre las etiquetas) para referirse al trabajo de Graham y, en cierto modo, también a los textos de Mente animal, y surgió entonces el curioso tema de las influencias a posteriori. Esos libros que no hemos leído aún, pero que parecen haber dejado un poso evidente en lo que hemos escrito. Me acordé del siguiente poema de Antonio Gamoneda, encontrado hace poco, bastante después de haberle puesto el punto final a Mente animal, pero que tan claramente podría haberme empujado a escribir. Servirme de inspiración:

MALOS RECUERDOS

«La vergüenza es un sentimiento revolucionario»
Karl Marx

Llevo colgados de mi corazón
los ojos de una perra y, más abajo,
una carta de madre campesina.
Cuando yo tenía doce años,
algunos días, al anochecer,
llevábamos al sótano a una perra
sucia y pequeña.
Con un cable le dábamos y luego
con las astillas y los hierros. (Era
así. Era así.
Ella gemía,
se arrastraba pidiendo, se orinaba,
y nosotros la colgábamos para pegar mejor).
Aquella perra iba con nosotros
a las praderas y los cuestos. Era
veloz y nos amaba.

Cuando yo tenía quince años,
un día, no sé cómo, llegó a mí
un sobre con la carta del soldado.
Le escribía su madre. No recuerdo:
«¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.
No te puedo mandar ningún dinero…»
Y en el sobre, doblados, cinco sellos
y papel de fumar para su hijo.
«Tu madre que te quiere.»
No recuerdo
el nombre de la madre del soldado.
Aquella carta no llegó a su destino:
yo robé al soldado su papel de fumar
y rompí las palabras que decían
el nombre de su madre.
Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo,
pero aunque tuviese el tamaño de la tierra
no podría volver y despegar
el cable de aquel vientre ni enviar
la carta del soldado.